Cuando la camarera entra en el bar, ya está dentro un latino bajito y enclenque, bastante feucho y con una horrible visera en la cabeza. Es un cliente habitual (aunque no ha coincidido con su turno antes) y por tanto hay que ser amable con él, así que cuando le tiende la mano, aunque saludar así a desconocidos en pleno verano, le estrecha la mano a su vez.
No obstante, el acosador se pasa tres pueblos (la primera vez de muchas) y decide hacerle un besamanos. La camarera aparta la mano rápidamente y le lanza una mirada de reproche y advertencia, tras lo cual sigue a lo suyo.
El acosador no tarda en pedir otro tercio y pide (o más bien exige) a la camarera que se cobre otra consumición para ella, a pesar de que ella ha insistido en que acaba de comer y no le apetece nada. Como empieza a montar la bronca, gritando que se sentirá ofendidísimo si no lo acepta, acaba por cobrárselo para no oirle, pero no se toma nada.
Luego empieza a decir sin parar que qué guapa, que es una persona triste que no sonríe (¿cómo va a sonreir, si tiene a un pesado que no la deja en paz?) y no atiende a razones: hora y media se pasa sin parar de lanzar piropos ofensivos y pedirle que le de la mano nuevamente (evidentemente, no se la da).
Finalmente, tiene que venir un compañero y la camarera se prepara para ir a casa mientras le cuenta lo que ha pasado.
– Ten cuidado con ese, que está recogiendo -dice.
La camarera, algo asustada pero más enfadada que otra cosa, pone las llaves de su casa a modo de puño americano y se limita a decir:
– ¡Que se atreva!
Por suerte, el acosador está borracho y falto de reflejos, además de no haber pagado aun la cuenta, y la camarera se puede marchar sin que éste le siga.