Cuando la pareja entra, ya están borrachos. La camarera decide no servirles ni gota de alcohol, no sea que les de un coma etílico, pero no hace falta porque piden café. Ambos comienzan a alternar arrumacos con discusiones en voz baja. Al finalizar una de las últimas llaman a la camarera y ella, que cree que es para pedir la cuenta, se acerca.
—A ver, imagina. Dos personas que se quieren, pero él tiene mucho dinero y a su familia no le hace gracia la relación.
—Pero ¿qué le cuentas? Tú ni caso —le dice a la camarera la chica, con una voz igual de ebria que la su compañero, al que recrimina—: que no lo dejé porque a tu madre no le gustara, sino porque no podía ser, sino porque no funcionaba.
—Bah —la ignora él—. Si además tú cada vez que te vas a Brasil te vuelves con dos kilos de coca, tienes una pasta pero te lo gastas en ropita.
—¿Pero tú crees que este es el lugar para decir eso? —intenta darle un tortazo, pero su coordinación está tan tocada que no acierta—. ¡Y te he dicho que amigos nada más!
Ambos se dirigen a la puerta, y son detenidos por la camarera.
—No me habéis pagado los cafés.
Ella saca un billete de cinco y se lo da. Para cuando vuelve a por el cambio, el bar está vacío.