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¿Has pensado en ser matrona?

Dos amigos entran en el Criper y, pasados cinco minutos, la camarera , que está de muy mal humor, se da cuenta de que no va a haber forma de evitar darles conversación. A pesar de responder con monosílabos los tipos no se rinden y siguen haciendo preguntas tontas.
—¿Pero tú estudias?
—¿No lo ves? —responde ella, agitando los apuntes en su cara con la esperanza de que se den por enterados y la dejen estudiar tranquila.
—¿Y qué estudias?
—Publicidad —gruñe ella.
—¿Y qué tal?
—Mal —después de cinco años dando cada clase lo mismo, con profesores despreocupados y desinteresados y la sensación de que todo lo que sabe lo ha aprendido es gracias a los libros y no a la pérdida de tiempo que son las clases presenciales, no puede responder otra cosa.
—¿Y por qué no te cambias?
—Porque no —responde. No le apetece dar explicaciones a dos desconocidos y espera que su respuesta cortante sea suficiente para que la dejen en paz.
—Si no te gusta… podrías hacer otra cosa. ¿Has pensado en ser matrona? —ella les fulmina con la mirada, pensando que la están vacilando, pero hablan en serio—. O enfermera.
—O bombera —añade el otro.
—No.
—No te va lo de ayudar a la gente ¿eh? —si las miradas mataran, los dos hubieran muerto en ese instante—. Bueno, también puedes irte al extranjero. En mi país hay muchas oportunidades. Si te animas nosotros te ayudamos.
Ni en un millón de años, piensa ella. La última frase ha sonado a mafia de trata de blancas. Pero se calla y simplemente responde, lo más borde posible.
—No tengo interés en irme fuera de España.
—¿Pero por qué? A mí me salió un trabajo buenísimo aquí y aquí me vine. Ahora no tengo trabajo, pero cuando me salga haré lo mismo. Además, tú no eres de aquí.
—Yo soy de Madrid.
—Bueno, tus padres.
—Mis padres son españoles.
Los dos se quedan un poco cortados con su respuesta, pero vuelven a la carga:
—Lo mismo da. El futuro está fuera.
—Pues iros vosotros.
—Nosotros tenemos trabajo aquí.
—Acabas de decirme que estás en paro —replica ella. Imbécil, añade mentalmente.
Esa última frase acaba la conversación y por fin, tras pagar, los dos se marchan.

El ciego

La camarera está medio dormida, porque acaba de levantarse, y agobiada, porque en el turno de mañana hay más gente y no tiene costumbre al ser su primer día. En el barullo reinante, ve entrar a un cliente y se acerca para tomarle nota. Es ciego, y se queda quieto, sin decir nada.

—¿Qué quiere tomar? —pregunta. Como no contesta, ella atiende a otro cliente mientras se decide, pero cuando regresa y le vuelve a preguntar sigue sin recibir respuesta.

—Quiere un café con porras —dice uno de los habituales.

—¿En serio, o me estás vacilando? —pregunta, acostumbrada a las bromillas de los habituales.

—Que no, que siempre toma eso y ya ni se molesta en pedirlo.

La camarera le pone el café y al tercer intento, con la ayuda del resto de clientes, consigue que el hombre le diga cómo quiere la leche. Finalmente se lo pone y, tras tomarse su desayuno con calma, paga y se va.

Horas después, el jefe le pregunta que qué pasó con el ciego y ella se encoge de hombros.

—¡Es que a ese hombre siempre le tienes que poner el café con porras! ¿No ves que está un poco sordo también?

—¿Y cómo querías que lo supiera, por telepatía?

—Pues ya lo sabes —refunfuña el jefe.

Al día siguiente vuelve a aparecer y la camarera le pone su desayuno. Coincide que no hay nadie en ese momento y suspira de alivio. No quiere ni imaginar la odisea para enterarse de lo que quería sin la ayuda de nadie.